La Ferroviaria es el colegio en el que estudié cuando era crío. Los niños que ahora estudian allí ya no corren por los pasillos del viejo edificio abandonado. Van a clase en unas nuevas instalaciones que le dan la espalda. En ocasiones paso junto a la antigua Ferroviaria e intento observar su interior. Un día pude ver mi primera clase por una ventana que permaneció varios días rota. Aunque no soy muy melancólico observar ese espacio me puso el vello de punta. Tenía seis años cuando veía el mundo al otro lado de aquella ventana.
Ayer por la mañana, estresado, salí a tomar un poco de aire. Me senté en un banco cerca de la Ferroviaria e intenté desentenderme durante un rato de los problemas. Embelesado en mis pensamientos no percibí el alboroto de los chicos que estaban en el nuevo patio del colegio. Al cabo de un rato escuché a un montón de niños que me gritaban al otro lado de una enorme valla: — ¡Señor, señor! Me levanté y les pregunté qué era lo querían. Huyeron espantados como una bandada de gorriones. Me volví a sentar sin darle importancia a lo que había pasado. Pero un grupo de ellos regresó y me gritaron: — El balón, denos el balón. Me dirigí hacia dónde estaba el balón que habían lanzado al otro lado de la valla. Lo cogí y lo mandé de vuelta al patio. Una profesora les pidió que me dieran las gracias y todos lo hicieron al unísono.
Me sentí bastante emocionado y extrañado por lo que acaba de pasar, pues de repente descubrí que yo mismo había protagonizado esa escena hace muchos años. Aunque a la inversa. Cuando estudiaba en la Ferroviaria el sitio dónde ayer me encontraba no era un parque, era una huerta que cuidaban los ferroviarios de la cercana estación de tren, hoy desaparecida. De vez en cuando mis compañeros y yo lanzábamos demasiado alto el balón y se colaba en aquella huerta. No nos quedaba más remedio que pedirle con cierto temor a aquellos hombres que nos lo devolvieran.
Al volver a casa llamé por teléfono a un amigo. Le conté la experiencia y le expliqué que aquello me había hecho recordar
la historia de la carpa del estanque, con la que el físico Kaku Michio cuenta cómo podemos percibir otras dimensiones: Un día en el que visitó el jardín de té de San Francisco observó una carpa en un estanque mientras llovía. Pensó que aunque esta no pudiese ver el mundo que hay por encima de ella si podía sentir las ondas que se forman en el agua cuando caen gotas de lluvia. Gracias a esas ondas quizá intuía la existencia deun mundo exterior.
Mi amigo, que es filólogo, me puso un ejemplo sobre lo torpe que es nuestra percepción del tiempo. El vocabulario con el que nos referimos a él es idéntico al que usamos para hablar del espacio: Ha pasado muy
rápido esta semana, que
larga se me está haciendo la espera, fue como
volver a la infancia…
Eso me ha hecho entender mejor la extraña sensación que experimenté ayer. La vibración de una gota de lluvia en el estanque del tiempo me había hecho comprender que yo era a la vez uno de los niños que pedía el balón y la persona que se lo devolvía. La escena pertenecía por igual al presente y al pasado.