Periodista y fotógrafo

Otra vez...


Foto: El Hombre de Tasmania
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El sendero se bifurcó, elegí el camino que marchaba hacia lo impredecible, siguiendo un instinto, con la máquina preparada, con la mirada lúcida. Me alejaba de todos para acercarme, comprendí, a todo. Sentía una fuerte emoción, la emoción del que siente atraído inexorablemente por un ente desconocido. Mis sentidos estaban embriagados por el aroma del humedal, por los sonidos de las pequeñas bestias que apenas si lograba atisbar de vez en cuando pero que, evidentemente, se encontraban por todas partes, rodeándome, escrutando mis pasos, mis actos. Sin embargo, entendí que ninguno de esos seres era lo que en verdad me estaba aguardando tras esa pequeña alameda.

El breve sendero se despejó y atisbé una construcción canónica al otro lado. Sus líneas tenían la pureza y la honestidad de una bella creación infantil. Todo se resumía en un triángulo equilatero dispuesto sobre un cuadrado, pero esa estructura, de un cristianismo tan primitivo que rozaba lo pagano, albergaba mucha más sabiduría que las sofisticadas plantas de muchas catedrales. Cuando estuve cerca de aquella casa, que luego supe que había sido de uno de los pescadores que habían recorrido aquellas aguas dulces durante siglos, vi que esta se encontraba en la falda de una breve colina cuya cúspide, sin embargo, parecía estar en los confines del mundo.

La colina estaba plagada de toda suerte de flores, flores cuyos colores estaban oscurecidos por la luz tamizada que se originaba al otro lado de la cuesta. Eran tantos los colores de aquel cielo que se diría que la tierra, de un negro casi uniforme, había cedido sus luces al aire. Caminé sabiendo que el encuentro iba a producirse muy pronto.

Finalmente sucedió. La esfera apareció de repente, irradiando suavemente su fuego, imponiéndose sobre sus dominios, pero no tanto como para que no se la pudiese mirar a la cara. Actuaba así como un emperador que acepta, benevolente, en el momento de su marcha ser contemplado durante unos breves instantes. El encuentro, como era de esperar, apenas duro en el tiempo de los hombres, pero ese tiempo, nada importa cuando lo que se contempla es el reloj de la eternidad.

Nada nuevo hay en esta imagen, pero si lo hay, siempre lo hay, en la senda que conduce hasta ella. Este fotograma, desnudo, es una imagen de una belleza deslucida por la multiplicación de los actos humanos, el gran leit motiv de estos tiempos. Sin embargo, la razón de esta imagen se encuentra precisamente en que existe, en que está aqui, y en el camino silencioso que conduce a la recompensa de toparse con ella.
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Terror hispano

Foto: El Hombre de Tasmania

Nunca he acertado a comprender porque en España no se hace un cine de terror digno que admiración a nivel mundial. Supongo que el problema es la gran lacra de la que adolece la España de hoy: avergonzarse de sus entrañas. La modernidad en este país es entendida básicamente como una importación de iconos transnacionales, por una parte, y como una adaptación de la mediocre iconología del nacionalismo español a un entorno plastificado y digital (DVD's sobre como cortar jamón), por otra. En el poco cine de terror que se ha hecho aqui sus autores se han limitado en la mayoría de los casos a copiar clichés anglosajones sin darse cuenta de que tenían el terror, en estado puro, mucho más cerca.

Acabo de escuchar en televisión a un periodista contar como una multitud en Marbella, a la que Jesús Gil repartía jamones, intentó lincharle cuando este ordenó que cargaran contra él. Nos lo tomamos a guasa porque no nos queda más remedio, porque la otra opción es un espantoso sobrecogimiento. Quien sepa narrar esa escena a la que aludo como lo que verdaderamente es tiene un filón por delante.
¿Quien mato al comendador? ¡Fuenteovejuna, Señor!
Pues eso.
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