Ramón Peco

Periodista y fotógrafo

sábado, noviembre 11, 2006

 

¿Dónde está el perro negro hoy?

Se cuenta en el "Discurso sobre la forma cúbica" de Juan de Herrera la tremenda historia del perro negro de el Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. En las frías noches de la sierra madrileña, hace cinco siglos, se dice que se escuchaban los aullidos de un perro negro que solía vagabundear entre los andamios del edificio que Felipe II estaba erigiendo en un antiguo depósito de escorias, de ahí el nombre de Escorial, para tapar una de las siete puertas del infierno.

Una noche, en la que estos aullidos eran especialmente sobrecogedores, el propio Felipe II dio orden de ahorcar al animal, cosa que hicieron unos frailes. El cadáver permaneció cruelmente colgado hasta pudrirse. La historia del perro negro parecía haber llegado a su fin pero lo cierto es que no había hecho más que comenzar.

Felipe II, uno de los hombres con más poder de la historia, vivía completamente convencido de la existencia de fuerzas sobrenaturales que actuaban en el mundo de los vivos. De ahí su interés por la cábala y las ciencias de lo oculto. De hecho, el Monasterio, probablemente uno de las edificaciones más interesantes y complejas de la historia de la arquitectura, está repleto de símbolos cuya finalidad era frenar a las fuerzas del mal en la Tierra.

Felipe
II, azote de heterodoxos y a la vez un hombre tremendamente heterodoxo para su tiempo, construyó el Monasterio para intentar salvaguardarse de las posibles venganzas de los que él había mandado a la hoguera. Sin duda, aquí hay que ver un claro signo de los remordimientos que azotaban al Emperador, remordimientos que se acentuaron durante los días de su agonía, días en los que para blindarse del miedo a lo que podría esperarle tras la muerte hizo llevar a sus aposentos toda suerte de reliquías de santos y las sobrecogedoras pinturas de El Bosco.

Uno de los grandes miedos del Emperador fueron las apariciones del perro negro tras ser este ejecutado. Felipe II en los peores momentos de su vida, como en la muerte de su mujer o durante los días de su agonía, decía seguir viendo al perro. El propio Rey dotó de simbología a estas apariciones. Según él el perro era una suerte de mensaje que le enviaban las ánimas de todos aquellos a los que él había mandado prender. Aunque, si hacemos caso a otras versiones de esta historia, Felipe II veía también en él al mismísimo Cancerbero, el perro que guardaba las puertas del Infierno. Otros vieron en el perro, al que ciertas leyendas describen rodeado de cadenas, el símbolo de todos los males provocados por la política de mano de hierro que regía los destinos imperiales.

Más allá de la leyenda y de la superspetición lo cierto es que la historia del perro negro se me antoja como uno de los símbolos de la historia más profunda de España. Así, incluso me veo tentado a pensar que Goya, quizá el cronista más lúcido de las esencias de España, pudiera haber pintado su Perro enterrado en la arena influenciado por el espectro que desasosegó a Felipe II.

En la leyenda del perro se pueden ver los traumas de la casa de Austria, no en vano está es la leyenda de un azote al máximo representante de esta dinastía. Por otra parte, estos traumas son en cierta forma los de España, pues la casa de los Austrias hunde sus raíces en el alma de lo español mucho más que la de los Borbones, cuyo reinado fue impuesto en la primera gran guerra civil española (la gerra de sucesión). El propio Madariaga, por ejemplo, fue un gran defensor de la importancia de la influencia de lo germánico en la idea de lo español.

Buscando al perro
Hoy, cuando en las tribunas políticas se vive un encendido debate sobre la idea de España cabe volver a pensar en el perro negro como uno de los grandes leitmotiv de nuestra historia. Estos días los medios de comunicación han informado sobre un suceso que, pese a no tener apenas repercusiones en el plano de lo político, simboliza a las claras el tenso momento que vive España. Me refiero a la siniestra escena que se pudo observar el otro día en la Audiencia Nacional cuando, en el juicio al etarra José Ignacio De Juana Chaos, cuando Ricardo Sáenz de Ynestrillas le amenazó de muerte. Si hay algo que me sobrecoge de esa escena es la frialdad aparente con la que la espectral cara de De Juana Chaos acoge la amenaza. En los días posteriores tanto José Bono como Juan Carlos Rodríguez Ibarra, que parece que no pierden ninguna oportunidad para caldear aún más los ánimos, tampoco ocultaban su desprecio por el preso etarra.

Lo cierto es que, nos guste o no, De Juana Chaos existe y su existencia me hace pensar en la pesadilla que supuso para Felipe II el perro negro. Un juez le ha condenado a 12 años de prisión y algunos parecen estar satisfechos con ello. Incluso a más de uno se le adivina que sentiría un gran alivio si esta segunda huelga de hambre emprendida por De Juana acabase dramáticamente. Sin embargo, De Juana Chaos no es otra cosa que el símbolo de aquello con lo que la España de hoy no puede terminar con meros encarcelamientos. La causa de De Juana Chaos no es justa como tampoco lo es la del mundo al que representa. Pero lo cierto es que él y ese mundo existen y la actual España tiene mucho que ver, por duro que suene, con su existencia. Desde el inmovilismo, desde la autosatisfacción, desde la bravuconada se puede condenar, se puede resistir, e incluso se puede sobrevivir pero no se puede solucionar nada. Los aullidos del perro negro no van a finalizar por mucho que queramos condenar a su cuerpo. Su espectro, su metáfora, persistirá si no pensamos sinceramente en el porqué de sus aullidos.






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